OPINIÓN

¿Por qué Malvinas? ¿Por qué la guerra?

Por: Exequiel Svetliza (periodista y becario del CONICET)
domingo, 3 de abril de 2016 · 00:00

Las conmemoraciones del 24 de marzo y la del 2 de abril son para los argentinos dos fechas demasiado dolorosas y cercanas en el calendario. Una, señala la toma del poder por parte de la última dictadura militar y recuerda a sus víctimas. Otra, marca la recuperación de las islas Malvinas y evoca a soldados y caídos. Entre ambos sucesos, el comienzo de la dictadura y la guerra de Malvinas - que finalizó 74 días después, el 14 de junio de 1982 -, traza su pavorosa parábola el Proceso. Es justo que la memoria separe la paja del trigo para condenar a los responsables del golpe de Estado y reivindicar a los civiles - siete de cada diez soldados que participaron del conflicto bélico fueron conscriptos de entre 18 y 20 años – y militares que combatieron por la soberanía del archipiélago. A comienzos de la postguerra esa no fue tarea sencilla, la vinculación de ambos acontecimientos históricos estigmatizó a los combatientes de Malvinas como nuevas víctimas de la dictadura. Luego, el avance de una democracia que no supo qué hacer con Malvinas y el rechazo que producía lo militar en un país todavía aterrado desmalvinizó a la sociedad. Entonces, los que habían sido chicos de la guerra pasaron a ser también locos, marginales, olvidados, suicidados. De un tiempo a esta parte, existe una política de la memoria que busca rescatar a los protagonistas del ostracismo para saldar esa cuenta pendiente con nuestro pasado. Las denominaciones no juegan un papel menor: ahora los llamamos héroes y veteranos. Recordar es apenas el primer paso para comprender la lógica que impulsó a la dictadura a desarrollar la única guerra de la que participó Argentina en el siglo XX. Esa, también, es nuestra tarea.

¿Por qué Malvinas?

Los argentinos, desde unitarios y federales hasta la más reciente y famosa grieta, hemos tenido por costumbre las divisiones internas. Atravesados por una lógica binaria, parecemos siempre predispuestos a asumir posiciones polarizadas y a futbolizar nuestras pasiones políticas. Sin embargo, desencontrados como estamos en todo, nos encontramos, como por arte de magia, en Malvinas. Es que no existe nada en nuestro país que genere mayor consenso que la causa Malvinas. Pero tampoco es magia, se trata de un relato nacional que tiene casi tantos años como eso que llamamos patria; nace con la usurpación británica de las islas en 1833 y llega hasta nuestros días con la forma de ese axioma que aprendimos tan bien en la escuela: las Malvinas son argentinas. Históricamente, la causa ha suscitado sentimientos legítimos de patriotismo y soberanía en el pueblo argentino. Buscando legitimarse, las Fuerzas Amadas se autoerigieron en intérpretes de esos sentimientos y llevaron adelante la recuperación del 2 de abril. Como asegura Hannah Arendt, el auténtico poder se obtiene a partir del consenso y no de la violencia. Por el contrario, son opuestos: donde domina la violencia, no existe el poder. Para un gobierno ilegitimito y sumido en una profunda crisis económica como aquel de comienzos de 1982, no había mejor salida política que escudarse en el consenso que genera la causa. Pero, al hacerlo, no pudo más que apelar al único recurso que conocía: la violencia.

¿Por qué la guerra?

En la primera mitad del siglo XIX, el oficial prusiano Karl Von Clausewitz definió a la guerra como la continuidad de la política por otros medios, es decir, entendía a la guerra como una herramienta más de la política; una vez que fracasaban los acuerdos, recién se imponía el recurso bélico. En la lógica de la dictadura militar, por el contrario, la política siempre estuvo subordinada a la guerra. De hecho, los militares que asaltaron el poder en 1976 entienden que libraron dos guerras: la antisubversiva - a la que concebían como una batalla dentro de la confrontación mundial contra el marxismo - y la de Malvinas. A la primera la llamaron sugestivamente "guerra sucia” en su intento por justificar la metodología empleada para llevarla a cabo. Pero el problema de esta definición no está en el adjetivo - ¿qué duda cabe acaso de la mugre grabada en sus acciones? – sino en el sustantivo al que pretende calificar: la guerra. Quienes insisten aún hoy en la idea de una confrontación bélica y su correlato en la llamada "teoría de los dos demonios” no parecen tener en cuenta que las acciones militares de la dictadura estuvieron dirigidas, en mayor medida, no contra organizaciones militarizadas, sino contra obreros y estudiantes, es decir, civiles. Tampoco entienden que la guerra es una práctica marcial reglamentada por el derecho internacional humanitario donde no se contemplan ni la tortura de prisioneros, ni la desaparición forzada de personas, ni la apropiación de niños nacidos en cautiverio, ni tantas de las atrocidades implementas durante el Proceso . Por lo tanto, en nombre de la justicia histórica y semántica, corresponde decir que la mentada guerra sucia no fue otra cosa que un plan sistemático de exterminio.

El afán belicista de la dictadura no se detuvo en la aniquilación de su enemigo interno, sino que continuó en el frustrado intento de guerra con Chile en 1978 por el diferendo territorial del canal de Beagle y desembocó, finalmente, en el conflicto por las islas Malvinas. Los enemigos cambiaron contradictoriamente: la subversión, otra dictadura, el colonialismo británico; lo que se mantuvo fue la guerra como único fundamento. La incapacidad del régimen militar para pensar en términos políticos quedó al descubierto en su estrategia para recobrar la soberanía del archipiélago: primero, recuperamos las islas por las armas; luego, negociamos con el enemigo. Esa lógica ingenua sólo consiguió mechonear al león del imperio y despertarlo de su siesta; rugió de nuevo, desempolvó viejas alianzas y atacó. El conflicto bélico no estaba previsto por la tercera junta militar, pero se tornó inevitable una vez que la propaganda desató la euforia patriótica en el país. Michel Foucault invierte el aforismo de Clausewitz, para él, la política es la continuación de la guerra: "sólo la última batalla suspendería el ejercicio del poder como guerra continua”. La derrota militar en Malvinas implicó la frustración de una política diplomática donde se habían obtenido victorias no menores - como la resolución 2065 de la ONU que reconocía en 1965 la disputa de soberanía - y donde hoy se inscribe la reciente ampliación de nuestra plataforma continental. El conflicto de Malvinas significó, también, el fin de una política que no fue política, sino el ejercicio permanente de la guerra.

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